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Los mariscales de campo, William de Wyvil y Stephen de Martival, fueron los primeros en felicitar al vencedor. Le rogaron al mismo tiempo que les permitiera ayudarle a despojarse del yelmo o por lo menos que levantara su visera cuando le acompañaran a recibir el premio de la jornada de manos del príncipe Juan. El Desheredado, con caballeresca amabilidad, declinó tal honor, alegando que por el momento no podía dejar ver su rostro por razones que ya había expuesto a los heraldos cuando decidió entrar en liza. Los mariscales juzgaron convincentes estas razones, porque de entre los numerosos votos y extrañas promesas que los caballeros acostumbraban hacer en tiempos de la caballería andante, el más común era el de conservar el incógnito por cierto espacio de tiempo o hasta llevar a cabo alguna gesta de renombre. Los mariscales, por lo tanto, no insistieron en desvelar el secreto del Caballero Desheredado, sino que por el contrario comunicaron al príncipe su deseo de conservar el incógnito y le pidieron permiso para conducirlo ante él para recibir el premio que con su valor había ganado.

La curiosidad de Juan se excitó por el misterio con el que el forastero se rodeaba y, disgustado como estaba por el resultado final del torneo, en el que los mantenedores que gozaban de su aprecio habían sido derrotados sucesivamente por un solo caballero, contestó a los mariscales con altanería:

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