Gurth habÃa entrado en la oscura antecámara y tanteaba el camino para dar con la puerta, cuando una figura vestida de blanco, delatada por la luz que una lámpara de plata emitÃa desde la mano que la sostenÃa, le empujó dentro de una salita adyacente. Gurth obedeció no sin cierta prevención. Impetuoso y presto como un jabalà salvaje, del cual sólo puede esperarse un alarde de fuerza bruta, era vÃctima de todos los terrores caracterÃsticos de los sajones hacia los faunos, fantasmas y todas las demás supersticiones que sus antepasados habÃan traÃdo de los bosques germánicos. Más que nada, recordaba que se encontraba en la casa de un judÃo, una raza que a la hostilidad congénita que popularmente se le atribuÃa para los cristianos, unÃa la fama de practicar la magia y la nigromancia. Sin embargo, después de un momento de duda, obedeció la sugerencia de la aparición y la siguió a la salita que le indicó, donde, con sorpresa, comprobó que su guÃa era nada más y nada menos que la hermosa judÃa que habÃa visto en el torneo y también hacÃa poco en la habitación de Isaac.
La judÃa pidió información acerca de su trato con Isaac y él la complació con todo detalle.
—Mi padre ha jugado contigo, amigo mÃo —dijo Rebeca—. Le debe a tu amo tantos favores, que ni este caballo ni la armadura podrÃan pagarlos aunque valieran diez veces más. ¿Cuál fue la suma total que entregaste a mi padre?