De la villa llegaban apagados sones de fiesta, y de tarde en tarde rompÃan el silencio estruendosas carcajadas, gritos y retazos de alegre música. Todos esos ruidos daban cuenta del estado en que se encontraba la villa, invadida por nobles militares acompañados de sus disolutos asistentes; estos detalles no contribuÃan a la tranquilidad de Gurth.
—La judÃa tenÃa razón —decÃa para s×. Por los cielos y por san Dunstan que me gustarÃa haber llegado a mi destino con mi tesoro a salvo. ¡Hay tal número, ya no diré de errabundos ladrones, sino de caballeros y escuderos errantes y errantes bufones, que un hombre con una sola moneda se verÃa en peligro y no digamos un pobre porquerizo con un saco lleno de cequÃes! Quisiera haber abandonado la sombra de estas infernales malezas y asà podrÃa ver a cualquiera de los discÃpulos de san Nicolás antes de que saltara sobre mÃ.
Por este motivo, Gurth aceleraba el paso para ganar cuanto antes el campo abierto al que la hondonada conducÃa, pero no tuvo la suficiente fortuna para alcanzar su objetivo. Al final de una subida y justo donde el monte bajo era más espeso, cuatro hombres cayeron sobre él, tal como habÃa temido, dos por cada lado del camino, y le sujetaron con tanta rapidez, que cualquier resistencia, que al principio hubiera contado con ciertas probabilidades de éxito, ahora resultaba inútil por tardÃa.