—Entréganos lo que llevas —dijo uno de ellos—, somos los benefactores del pueblo y libramos a cada uno de su carga.
—No me librarÃais de la mÃa tan fácilmente —murmuró Gurth, cuya probada honradez no flaqueaba ni siquiera bajo la amenaza de violencia—, si pudiera dar, aunque sólo fuera tres golpes para defenderla.
—Pronto se verá —dijo el ladrón y, hablando con su compañero aludió—: Traed a ese bribón. Ya veo que desea que le rompamos la cabeza al mismo tiempo que le quitamos la bolsa y asà le hagamos sangrar por dos venas a la vez.
A esta orden, Gurth fue brutalmente arrastrado a través de la hondonada hasta llegar a un claro de la espesura, situado entre el camino y el campo abierto. Fue obligado a seguir a sus descorteses conductores. La luna iluminaba aquel claro, ya que ni ramas ni malezas impedÃan que sus rayos llegaran hasta allà con su luz plateada. Dos individuos más se unieron a la partida, indudablemente aquéllos que habÃan estado destacados de vigilancia. Eran portadores de puñales en sus costados y sostenÃan cortos palos en sus manos. Gurth pudo darse cuenta de que todos ellos iban provistos de antifaces, detalle que bastaba para evidenciar su profesión si con anterioridad no la hubieran delatado sus modales.
—¿Cuánto dinero llevas, bellaco? —preguntó uno de los ladrones.