Eran diez hombres; los que cabalgaban al frente parecÃan personajes de considerable importancia, y los restantes sus servidores. No resultaba difÃcil hacerse cargo de la clase y condición de uno de ellos. Se trataba, sin duda, de un eclesiástico de alto rango; su vestido era el de un monje del CÃster, pero hecho con materiales mucho mejores que los que dicha regla admite. El manto y el capuchón eran del mejor paño de Flandes y caÃan en anchos pliegues no exentos de gracia, envolviendo una hermosa persona algo corpulenta. Asà como su hábito indicaba predilección por los esplendores mundanos, su porte se veÃa falto de signos de abnegación. Sus maneras pudieran haber sido clasificadas de correctas, salvo que en sus ojos habÃa un caracterÃstico brillo epicúreo que denunciaba a un cauto voluptuoso. En otro aspecto, su profesión y situación le habÃan enseñado a domeñar sus modales, que podÃa aparentar solemnes a voluntad, aunque su expresión natural era de una indulgencia social que se aproximaba al buen humor.