—Una balada, una balada —dijo el ermitaño—. Las prefiero a todos los dialectos que se hablan en Francia. Soy inglés de pura cepa, señor caballero, e inglés de pies a cabeza era mi patrón san Dunstan y se reÃa de todos los ocs y ouis como también de todos los parientes del diablo. En esta celda sólo se cantará en genuino inglés.
—Probaré entonces —dijo el caballero—, una balada compuesta por un guerrero al que conocà en Tierra Santa.
Pronto se demostró que si el caballero no era un maestro consumado en el arte juglaresco, su afición habÃa sido instruida por los mejores profesores. El arte le habÃa enseñado a disimular los fallos de una voz algo descuadrada y más bien desabrida que dulce por naturaleza y, en cierto modo, habÃa hecho todo cuanto puede hacer el estudio para suplir los defectos naturales. Su actuación, por lo tanto, hubiera sido tenida como perfecta por jueces más competentes que el ermitaño, especialmente cuando el caballero sabÃa dar a su recital cierto grado de espÃritu y un melancólico entusiasmo que proporcionaban fuerza y energÃa a los versos que cantaba.
EL REGRESO DEL CRUZADO