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XXII

¡Mi hija! ¡Ay, mi hija! ¡Mis ducados! ¡Ay, mis ducados cristianos! ¡Justicia! ¡Pido justicia y ley! ¡Mis ducados y mi hija!

SHAKESPEARE: El mercader de Venecia.

Dejemos a los dos jefes sajones retornar a su banquete con la curiosidad insatisfecha y echemos una mirada a la más rigurosa celda de Isaac de York. El pobre judío había sido arrojado a un calabozo abovedado, situado en el subterráneo de una torre bajo el nivel del suelo, y aun del foso, e invadido por la humedad. La única luz entraba por dos o tres agujeros situados fuera del alcance de la mano del cautivo. Estos boquetes dejaban pasar, incluso cuando el sol del mediodía brillaba con toda su fuerza, una incierta y débil luz que se iba haciendo lóbrega mucho antes de que el resto del castillo hubiera dejado de recibir la bendición del día. Cadenas y grilletes, que habían servido para otros cautivos, colgaban enmohecidos de las paredes de la prisión y en los aros de uno de estos aparejos había restos de huesos blancos que parecían haber formado parte de una pierna humana, dando la impresión de que algún prisionero no sólo había sido abandonado hasta la muerte, sino también hasta quedar reducido a esqueleto. En un extremo de esta fantasmagórica mazmorra había un gran fogón sobre el cual se atravesaban algunas barras de hierro medio consumidas por el orín.

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