—¿Qué diablos estarán tramando ahora? —dijo el vejestorio, hablando para sÃ, pero lanzando de tanto en tanto malignas miradas a Rebeca—. Fácil es adivinarlo. Ojos brillantes, negras trenzas, piel fina como el papel antes de que el vicario lo manche con su tinta negra. ¡Ay!, resulta fácil adivinar por qué la mandan a este aislado torreón desde el cual un grito se oirÃa tanto como si fuera proferido quinientas yardas bajo tierra. Tus vecinas serán las lechuzas, hermosa, y sus chillidos se oirán desde más lejos que los tuyos. Forastera, además —dijo fijándose en el vestido y el turbante de Rebeca—. ¿De qué paÃs procedes? ¿Sarracena? ¿O egipcia? ¿Por qué no contestas? ¿Sabes llorar y no sabes hablar?
—No os enfadéis, buena anciana —dijo Rebeca.
—No necesitas decirme más —replicó—. Urfried conoce a un zorro por su huella y los judÃos por su lengua.
—Por favor —dijo Rebeca—, decidme qué me espera después de haber sido conducida a este lugar a la fuerza. ¿Quieren mi vida a causa de mi religión? De buena gana se la entregaré.