De este modo, Cedric emprendió su aventura, y no pasó mucho tiempo sin que tuviera ocasión de probar la eficacia del conjuro que el bufón le había descrito como omnipotente. En un pasadizo oscuro y de bajo techo por el cual intentaba encontrar su camino, fue interceptado por una forma femenina.
—Pax vobiscum! —dijo el falso fraile, y cuando intentaba apretar el paso oyó una voz que le contestaba:
—Et vobis; quaeso, domine reverendissime, pro misericordia vestra.
—Soy algo sordo —replicó Cedric en buen sajón, mientras murmuraba para sí: «Maldito sean el loco y su pax vobiscum. He perdido la jabalina al primer envite».
De todas formas, era corriente en aquellos días que un religioso fuese sordo para los latines, y la persona que se había dirigido a Cedric lo sabía muy bien.
—Os pido, por lo que más queráis, reverendo padre —replicó también el sajón—, que os dignéis dar vuestro auxilio espiritual a un prisionero herido que se encuentra en este castillo y tengáis compasión de él y de nosotros, como vuestro sagrado ministerio enseña. Nunca una buena acción le habrá valido tal recompensa a vuestro convento.