Ivanhoe

—Gracias, querida Rebeca, a tu eficaz habilidad —fueron sus últimas palabras.

«Me llama “querida Rebeca” —se dijo la doncella—, pero lo hace con un tono frío y distraído que liga poco con la expresión. ¡A su caballo de batalla, a su perro de caza, los aprecia mucho más que a la despreciable judía!»

—Mi mente, gentil doncella —continuaba Ivanhoe—, está más perturbada por la ansiedad que mi cuerpo por el dolor. Por lo que hablaban los hombres que hasta hace un rato me custodiaban, he sabido que estoy prisionero y, si he interpretado bien lo que decía una voz ronca y potente que poco ha les ha encomendado una misión militar, me hallo en el castillo de Front-de-Boeuf. Si ello es cierto, ¿cómo acabará todo esto y cómo podré proteger a Rowena y a mi padre?

«¡Al judío y a la judía, ni mencionarles siquiera! —dijo Rebeca para sí—. Sin embargo, ¡cuánto le hemos ayudado y cuán injustamente me castiga el cielo por dedicarle mis pensamientos!»



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