Cada nación tiene su policÃa, edictos los monarcas y carta las ciudades, y hasta el forajido al cuidado de su rudo jefe le debe ordenanza. Desde el padre Adán y su manzana, el hombre busca al hombre y se afana por estrechar su unión.
Canción anónima antigua.
AmanecÃa sobre el claro bosque de encinas. Cada rama brillaba con sus perlas de rocÃo. La cierva conducÃa a los cervatillos desde el bosque a los espacios abiertos de la pradera y ningún cazador les acechaba.
Los forajidos se habÃan reunido bajo la vieja encina de Harthill, donde pasaron la noche celebrando las hazañas del asalto. Unos lo habÃan hecho con vino, otros habÃan preferido dormir y muchos otros decidieron pasar la noche contando y volviendo a contar los sucesos del dÃa, calculando el botÃn que aquel triunfo habÃa puesto en las manos de su jefe.
El botÃn era en verdad cuantioso, ya que sin contar lo que habÃa sido consumido por el fuego, una gran cantidad de plata, ricas armaduras y valiosos brocados cayó en poder de los forajidos, que no hicieron caso de ningún peligro cuando aquel tesoro se encontró al alcance de su mano. A pesar de todo, las leyes de su asociación eran tan severas que ninguno de ellos se hubiera atrevido a apropiarse de la mÃnima parte del botÃn, el cual fue reunido en un montón y puesto a la disposición de su jefe.