Leer online Ivanhoe

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XXXII

Cada nación tiene su policía, edictos los monarcas y carta las ciudades, y hasta el forajido al cuidado de su rudo jefe le debe ordenanza. Desde el padre Adán y su manzana, el hombre busca al hombre y se afana por estrechar su unión.

Canción anónima antigua.

Amanecía sobre el claro bosque de encinas. Cada rama brillaba con sus perlas de rocío. La cierva conducía a los cervatillos desde el bosque a los espacios abiertos de la pradera y ningún cazador les acechaba.

Los forajidos se habían reunido bajo la vieja encina de Harthill, donde pasaron la noche celebrando las hazañas del asalto. Unos lo habían hecho con vino, otros habían preferido dormir y muchos otros decidieron pasar la noche contando y volviendo a contar los sucesos del día, calculando el botín que aquel triunfo había puesto en las manos de su jefe.

El botín era en verdad cuantioso, ya que sin contar lo que había sido consumido por el fuego, una gran cantidad de plata, ricas armaduras y valiosos brocados cayó en poder de los forajidos, que no hicieron caso de ningún peligro cuando aquel tesoro se encontró al alcance de su mano. A pesar de todo, las leyes de su asociación eran tan severas que ninguno de ellos se hubiera atrevido a apropiarse de la mínima parte del botín, el cual fue reunido en un montón y puesto a la disposición de su jefe.

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