Ivanhoe

—¡Tratarme mal! —replicó el clérigo encorajinado por el amable tono usado por el jefe rural—. Me han tratado de un modo indigno incluso para un perro de buena casa, cuánto menos para un cristiano, y menos todavía para un clérigo. Y todavía muchísimo menos para el prior de la santa comunidad de Jorvaulx. Un profano y borracho coplero llamado Allan-a-Dale, nebulo quídam, me ha amenazado con castigos corporales, con la misma muerte incluso si no pago cuatrocientas coronas de rescate, sin contar todos los tesoros que ya me ha robado: cadenas de oro y anillos pastorales de incalculable valor; además de todo lo que ha destrozado con sus rústicas manos, como mi cajita de perfumes y mis tenacillas de plata.

—No es posible que Allan-a-Dale haya tratado así a un hombre como vuestra reverencia.

—Tan verdad es como los sermones de san Nicodemo —dijo el prior—. Juró, utilizando muchos reniegos crueles procedentes de la comarca septentrional, que me colgaría de la encina más alta del bosque.

—¿De veras fue así? Entonces, reverendo, creo que lo mejor será que hagáis cuanto os mande. Allan-a-Dale no es hombre que falte a su palabra cuando la ha empeñado.

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