—¡Ah, falso judÃo! —dijo el gran maestre—. ¿No se trataba acaso de la misma Miriam, la bruja, cuyos encantamientos la popularizaron en todo el orbe cristiano? —exclamaba santiguándose—. Su cuerpo fue quemado en el poste y sus cenizas esparcidas a los cuatro vientos, y lo mismo me sucederá a mà y a mi Orden si no hago lo propio con su alumna. Le enseñaré a hechizar y a lanzar sus encantamientos sobre los soldados del Temple. ¡Eh, Damián! Arroja a este judÃo por la puerta. Mátalo si ofrece resistencia o regresa. Con su hija actuaremos del modo que aconseja la ley cristiana y nuestro alto empleo.
El pobre Isaac fue expulsado del preceptorio a toda prisa. Sus súplicas, incluso sus ofertas, no sólo fueron despreciadas, sino ni tan siquiera escuchadas. No pudo hacer nada mejor que regresar a la casa del rabino, e intentar, poniendo en juego sus propios medios, averiguar qué podÃa sucederle a su hija. Hasta aquà habÃa temido por su honor, a partir de ahora empezaba a temblar por su hija. Mientras tanto, el gran maestre llamó al preceptor de Templestowe.