Ivanhoe

—¡Alabado sea el nombre del Dios de Abraham! —exclamó Rebeca, uniendo sus manos con devoción—. El nombre de un juez, aunque sea enemigo de nuestra raza, es para mí el nombre de un protector. De muy buena gana te sigo, permite únicamente que me cubra la cabeza con el velo.

Descendieron las escaleras con paso lento y solemne, cruzaron una larga galería, y a través de unas grandes puertas entraron a la sala, donde el gran maestre había establecido provisionalmente su corte de justicia.

La parte inferior de esta espaciosa sala estaba ocupada por escuderos y monteros que, no sin dificultad, dejaron el paso libre a Rebeca, atendida por el preceptor y Mont-Fitchet y seguida por la escolta que formaban los cuatro alabarderos. Así avanzó hasta el asiento que le estaba destinado. Mientras cruzaba por entre la multitud con la cabeza baja y los brazos cruzados, le deslizaron entre las manos un trozo de papel, que ella recibió casi inconscientemente y conservó sin examinar lo que en él pudiera ir escrito. El convencimiento de que disponía de algún amigo entre la concurrencia le dio valor para mirar a su alrededor y fijarse en el personaje ante quien había sido conducida. Contempló, por tanto, la escena que con gusto describiremos en el próximo capítulo.

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