Ivanhoe

—¡Estos perros judíos! —decía—. Tanto caso hacen de un hombre libre como el que le harían a un esclavo o a un turco, o a un hebreo circunciso como ellos mismos. Hubieran podido desprenderse de algunas monedas, por lo menos. Ninguna obligación tenía de llevarles sus sacrílegas notas y correr con ello el riesgo de ser hechizado según me previnieron. ¿Y qué me importa el escaso oro que me dio la fregona, si la próxima Pascua tendré que confesarlo al cura y me veré obligado a darle el doble para hacer las paces con él y, además, seré llamado el recadero de los judíos durante toda mi vida, cosa que muy bien puede suceder con este asunto? Creo que fui hechizado de verdad cuando me acerqué a la muchacha. Pero siempre sucede lo mismo, con judías o con gentiles, cualquiera que se les acerque. Nadie puede negarse si bien le hacen un encargo. De todos modos, cada vez que pienso en ella, daría tienda y herramientas para salvar su vida.







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