Ivanhoe

—¡Alabado sea el cielo! La muerte es lo que menos temo en este antro del mal.

—La idea de la muerte es fácilmente aceptada cuando el camino para llegar a ella es corto y súbito. Un lanzazo, un tajo de espada, resultan insignificantes para mí, del mismo modo que a ti el salto desde lo alto de una muralla, el golpe de un afilado puñal, no te producen terror cuando los comparas a una desgracia mayor. Fíjate en lo que te digo: quizá mi sentido del honor no difiera mucho del tuyo en lo fantástico; pero ambos sabemos cómo morir por él.

—Desgraciado —dijo la judía—; ¿estás condenado a exponer tu vida por unos principios a los cuales tu entendimiento niega solidez? No me consideres igual a ti. Tus decisiones pueden fluctuar según corren y cambian los aires de la humana opinión, pero las mías están ancladas en la roca de los tiempos.

—Silencio, doncella, esto que dices no sirve de nada. No estás condenada a la muerte rápida y fácil que escoge el miserable y es bien recibida por el desesperado, sino a una lenta, dolorosa y continuada tortura adecuada a lo que la demoníaca beatería de estos hombres llama tu crimen.

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