Ivanhoe

—Señor Wilfred de Ivanhoe —dijo el gallardo capitán forajido, adelantándose—. Las seguridades que yo os dé poco pueden añadir a las que nuestro soberano os ha dado. Dejadme decir, y no sin orgullo, que de todos sus valientes súbditos, los más fieles son los que ahora le rodean.

—No podría dudarlo, bravo amigo —dio Wilfred—, ya que tú eres uno de ellos. Pero ¿qué significan estas huellas de muerte y de peligro? ¿Estos hombres degollados y la ensangrentada armadura de mi príncipe?

—La traición ha topado con nosotros, Ivanhoe —contestó el rey—. Pero gracias a estos valientes se ha llevado su merecido. Ahora que me acuerdo, tú eres un traidor. No eran nuestras órdenes —dijo Ricardo sonriente—. Traidor y desobediente, ¿no habías de descansar en san Botolph hasta que tu herida estuviera cerrada?

—Está cerrada —dijo Ivanhoe—. No se trata más que de un arañazo de dardo. Pero ¿por qué, decid, por qué debéis causar tribulación a los corazones de vuestros fieles servidores al exponer vuestra vida en viajes solitarios y temerarias aventuras, como si no tuviera más valor que la de un mero caballero andante que careciera de otros intereses sobre la tierra que aquéllos que la espada o la lanza puedan procurarle?

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