Ivanhoe

El buen rey Ricardo, seguido por su fiel Ivanhoe, llegó por esta difícil y complicada entrada a la habitación circular que ocupaba todo el tercer piso. Wilfred aprovechó los recovecos de las difíciles escaleras para esconder su rostro en el embozo de su manto, porque ya se había establecido que no se presentaría a su padre hasta que el rey le diera la señal para hacerlo.

Cerca de una docena de los más distinguidos representantes de las familias sajonas de los vecinos condados estaban reunidos en la sala, alrededor de una gran mesa de encina. Todos eran viejos o, por lo menos, hombres maduros. Y esto era así porque los más jóvenes, con gran disgusto de sus mayores, habían roto como Ivanhoe la mayoría de barreras que separaban a vencedores de vencidos. El abatimiento y tristes miradas de estos hombres venerables, el silencio que guardaban y su melancólico gesto, contrastaban enormemente con la frivolidad de los que se divertían en el exterior del castillo. Sus rizos grises y largas barbas, sus antiguas túnicas y anchos mantos negros resultaban adecuados y hacían juego con el singular y rústico salón que ocupaban. Daban, en conjunto, la impresión de ser un grupo de antiguos adoradores de Woden, vueltos a la vida para lamentar el declive de su gloria nacional.


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