La riqueza de las naciones

El capital que cualquier país adquiere a través del comercio y la industria es una posesión completamente precaria e incierta hasta que una parte se vincula con el cultivo y mejora de sus tierras. Se ha dicho con toda corrección que un mercader no es necesariamente ciudadano de país alguno. En buena medida le resulta indiferente dónde desarrolla su negocio; y un insignificante inconveniente hará que retire su capital, y toda la actividad que pone en movimiento, de un país y lo destine a otro. No se puede sostener que parte alguna del mismo pertenezca a un país en particular hasta que se derrame, por así decirlo, sobre su faz, sea en la forma de construcciones o de mejoras duraderas en sus tierras. No queda hoy ningún vestigio de la copiosa riqueza que se dice poseyeron la mayoría de las ciudades hanseáticas, salvo en oscuros relatos de los siglos XIII y XIV. No está claro ni siquiera dónde estaban algunas de ellas ni a qué ciudades europeas corresponden los nombres latinos de algunas. Pero aunque las desgracias de Italia a finales del siglo XV y comienzos del XVI redujeron apreciablemente el comercio y la industria de las ciudades de Lombardía y Toscana, esas regiones están todavía entre las más pobladas y mejor cultivadas de Europa. Las guerras civiles de Flandes y el gobierno español que las sucedió liquidaron el abundante comercio de Amberes, Gante y Brujas; pero Flandes es todavía una de las provincias más ricas, mejor cultivadas y más pobladas de Europa. Los trastornos habituales debidos a las guerras y los gobiernos agotan fácilmente las fuentes de aquella riqueza que surge sólo del comercio. La que proviene del más sólido progreso agrícola es mucho más perdurable y no puede ser destruida, salvo por las convulsiones más violentas ocasionadas por las depredaciones de naciones hostiles y bárbaras que se prolongan durante un siglo o dos, como las que tuvieron lugar antes y después de la caída del Imperio Romano en las provincias occidentales de Europa.

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