Heidi

La así interpelada estaba sentada bien derecha ante una pequeña mesa de costura y bordaba. Vestía una extraña ropa, una chaqueta con un gran cuello, que daba a toda su persona un aspecto muy solemne acrecentado por un tocado en forma de cúpula. La señorita Rottenmeier estaba en aquella casa desde la muerte de la señora Sesemann, hacía ya algunos años, y ejercía de ama de llaves. El señor Sesemann, que viajaba mucho, le había confiado la gestión del hogar y no había impuesto más que una condición: que su hija tendría voz en todos los asuntos y que no se haría nada contra la voluntad de ella.

Mientras arriba preguntaba Clara por segunda vez y con mayor señal de impaciencia, si todavía no había llegado la hora, abajo, ante la puerta de entrada, se detuvo Dete con Heidi de la mano e interrogaba al cochero Juan, que acababa de apearse del coche, si era prudente molestar a la señorita Rottenmeier a una hora tan avanzada.

—Eso no es de mi incumbencia —gruñó el cochero—. Toque la campanilla del pasillo y bajará Sebastián.

Dete hizo lo que le indicaron y en seguida bajó el criado de la casa vestido con una librea con grandes botones dorados y con los ojos casi tan grandes y redondos como los botones.

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