Heidi

El doctor acarició a la niña y procuró calmar su excitación.

—No, hija mía —dijo con el mayor afecto—, ahora no. Es necesario que te quedes aquí a vivir al lado de los pinos, al aire libre, porque podrías caer otra vez enferma. Pero escucha lo que voy a pedirte: si en cualquier momento me hallara yo enfermo y solo, ¿querrías tú venir y permanecer a mi lado? ¿Puedo contar con que entonces tendré a alguien que cuide de mí y me quiera?

—Sí, sí, yo iré el mismo día que me mande llamar. Yo le quiero casi tanto como a mi abuelito —afirmó la niña sin cesar de verter lágrimas.

El doctor le estrechó otra vez la mano y se puso inmediatamente en camino. Pero Heidi, de pie en el mismo sitio, continuaba haciéndole señas con la mano hasta que no quedó de su amigo más que un punto negro en lontananza. Cuando el doctor se volvió por última vez para contemplar a la niña y a la hermosa montaña de los Alpes, toda bañada por un sol esplendoroso, se dijo en voz baja:

—¡Qué bien se está allá arriba! Allí es donde se desvanecen los males del cuerpo y los del alma, y donde se vuelve a amar la vida.

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