Heidi

Continúa el invierno.

Al día siguiente, Pedro bajó de la montaña en trineo y llegó a tiempo para entrar puntualmente en la escuela. La comida para el mediodía la llevaba en la mochila. En Dörfli, los muchachos que vivían muy lejos y no podían ir al mediodía a sus casas se quedaban en la escuela. Allí se sentaban sobre los pupitres, apoyados los pies en el banco, y en esta postura, extendiendo sus raciones sobre las rodillas, comían mientras los demás chicos iban a sus casas a comer. Aquéllos que de este modo se quedaban en la clase podían comer y luego jugar a sus anchas hasta la una de la tarde, hora en que empezaban de nuevo las lecciones. Después de asistir a clase, Pedro iba todos los días a casa del Viejo de los Alpes para hacer una visita a Heidi.

Aquel día, cuando entró en la gran sala, Heidi, que ya lo aguardaba, se precipitó hacia él y exclamó:

—Pedro, yo sé una cosa.

—Dila —respondió Pedro.

—¡Es preciso que aprendas ya a leer!

—¡Ya he aprendido!

—Bien, Pedro, pero no es así como quiero decir —continuó Heidi con viveza—. Yo quiero decir que sepas leer de corrido.

—No puedo —replicó Pedro.

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