Heidi

En los pastos de alta montaña.

Un silbido agudo despertó a Heidi a la mañana siguiente. Al abrir los ojos, un rayo de sol dorado penetraba por la ventana e iluminaba, como si fuera oro, todo cuanto la rodeaba. Heidi miró a su alrededor, sorprendida, porque no se acordaba de dónde estaba. Pero al oír la voz grave de su abuelo, todo volvió a su memoria: el viaje, la llegada a la montaña, y a la casa, donde se quedaría a vivir ahora. Ya no viviría más con la vieja Úrsula, que siempre tenía frío y se pasaba el día al lado del fuego en la cocina o la sala. Como estaba medio sorda, no quería perder de vista a Heidi y la obligaba a permanecer a su lado. La niña echaba de menos poder correr al aire libre. De ahí que ahora sintiese una dicha muy grande al despertarse en su nueva morada, pensando en todas las cosas bonitas que había visto el día anterior y en lo que podría ver hoy, sobre todo en que podría jugar con Diana y Blanquita.

Heidi se levantó rápidamente y se vistió en pocos minutos con la ropa que llevaba el día anterior. Bajó la escalera y salió corriendo de la cabaña. Pedro el cabrero ya estaba allí con su rebaño, y el abuelo, que en aquel momento abría el establo para hacer salir a sus dos cabras. Heidi corrió hacia ellos dando los buenos días al abuelo y a las cabras.

—¿Quieres acompañarles al pasturaje? —le preguntó el anciano.

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