Heidi

En casa de la abuela.

Al día siguiente, el sol volvió a salir radiante, y con él aparecieron otra vez Pedro y sus cabras, y todos tomaron nuevamente el camino hacia los pastos de alta montaña. Y así pasó el verano, día tras día, y Heidi, tostada por el sol y el aire, se hacía cada vez más fuerte y robusta. Nada faltaba a su felicidad: vivía dichosa y alegre, como los pájaros en el bosque.

Llegó el otoño y el viento se puso a soplar con más fuerza en las montañas. Entonces el abuelo decía:

—Hoy te quedarás en casa, Heidi. Eres demasiado pequeña y el viento es tan fuerte que te podría llevar montaña abajo en una de sus ráfagas.

Cuando esto sucedía, Pedro se ponía triste. Pensaba en la aburrida jornada que le esperaba sin Heidi, y además tendría que renunciar a la copiosa comida y las cabras se mostrarían más díscolas y traviesas. Se habían acostumbrado tanto a la presencia de la niña, que sin ella no querían marchar por el camino señalado, si no que se dispersaban hacia todos lados y Pedro tenía mucho trabajo en mantenerlas reunidas.

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