Cuando terminó el examen de las piezas de convicción, el presidente declaró terminada la instrucción judicial, y deseando verse libre pronto, concedió la palabra al sustituto del fiscal, sin hacer el menor intervalo. Como éste también era un hombre, confiaba que tendría ganas de fumar, de comer, y que se compadecería de los demás. Pero no se apiadó de sí mismo ni de los demás. El sustituto del fiscal era tonto por naturaleza, pero además tuvo la desgracia de acabar el bachillerato con medalla de oro y de haber obtenido un premio en la Universidad por su tesis sobre la esclavitud en el Derecho romano. Por esto tenía esa seguridad y estaba contento de sí mismo —a lo que también contribuía su éxito con las mujeres—, y como consecuencia de todo, su tontería había aumentado. Cuando le fue concedida la palabra, se levantó con lentitud, irguiendo su graciosa figura envuelta en la toga bordada, y apoyando ambas manos en la mesa, con la cabeza ligeramente inclinada, paseó la vista por la sala, sin mirar a los acusados, y empezó:
—El asunto que se somete al juicio de ustedes, señores jurados —comenzó su discurso, preparado durante la lectura de las actas—, es un crimen característico, si me permiten la expresión.