En vano se esforzaban cientos de miles de hombres, hacinados en un pequeño espacio, en esterilizar la tierra que los sustentaba, cubriéndola de piedras, para que nada pudiera germinar, y arrancando las hierbecillas que pugnaban por salir; en vano impregnaban el aire con humo de carbón y petróleo; en vano talaban los árboles y exterminaban a los animales y los pájaros, porque, incluso en la ciudad, la primavera era siempre primavera. El sol resplandecía, la hierba —resucitando— crecía y verdeaba por todas partes donde no la habían quitado, no sólo en los céspedes de los bulevares, sino incluso entre los adoquines del empedrado. En los álamos, abedules y cerezos silvestres despuntaban hojas pegajosas y perfumadas; los brotes de los tilos estaban a punto de reventar; las cornejas, gorriones y palomas construían sus nidos con alegría primaveral, y las moscas —al calor del sol— zumbaban junto a los muros. Estaban alegres las plantas, los pájaros, los insectos y los niños. Pero los hombres —los hombres mayores, hechos y derechos— no cesaban de engañarse y atormentarse. Consideraban que lo sagrado e importante no era aquella mañana de primavera ni la belleza del mundo creada por Dios y concedida para dicha de todos los seres vivientes —belleza que predisponía a la paz, a la armonía y al amor—, sino lo que ellos mismos habían inventado para dominarse unos a otros.