Resurrección

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XXIII

Por fin el presidente terminó su discurso y, con un gracioso movimiento, levantó la hoja que contenía las preguntas y se las entregó al presidente del jurado. Los jurados se levantaron, contentos de poder marcharse, no sabiendo qué hacer con sus manos, como avergonzándose de algo, y uno tras otro entraron en la sala de deliberaciones. Tan pronto como se cerró la puerta detrás de ellos, un guardia se acercó a la puerta, desenvainó el sable, se lo colocó en el hombro y se puso de guardia junto a la sala. Los jueces se levantaron y abandonaron la sala. También salieron los acusados.

Al entrar en la sala, lo primero que hicieron los jurados —igual que antes— fue sacar cigarrillos y ponerse a fumar. La sensación de una situación antinatural y falsa, que en mayor o menor grado experimentaban sentados en sus sillones en la sala, se les pasó tan pronto como entraron en la habitación de las deliberaciones, y empezaron a fumar. Aliviados, tomaron asiento e inmediatamente se inició una conversación muy animada.

—La muchacha no tiene la culpa, se ha visto metida en un lío —dijo el comerciante bondadoso—. Es preciso ser condescendientes.

—Eso es lo que vamos a examinar —dijo el presidente—. No debemos dejarnos llevar por nuestras impresiones personales.

—El presidente hizo un buen resumen —opinó el coronel.


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