Nejliúdov se disponía a cambiar su forma de vivir: alquilar su gran piso, despedir a los criados y trasladarse a un hotel. Pero Agrafena Petrovna le demostró que no había ninguna razón para cambiar nada en el curso de su vida ya organizada, hasta el invierno. En verano nadie alquilaría el piso y era preciso vivir y guardar los muebles en algún sitio. Así que todos los esfuerzos de Nejliúdov —pretendía instalarse de un modo sencillo, como un estudiante— no condujeron a nada. Las cosas quedaron como antes y, además, en la casa dio comienzo un trabajo intensivo: ventilación de todo el piso, descolgar cortinas, recoger alfombras y sacar ropas de lana y de piel para sacudirlas. Tomaban parte en estos trabajos el portero, su ayudante, la cocinera y el propio Korniéi. Primero sacaron y colgaron en las cuerdas unos uniformes y unas prendas extrañas de piel, que nadie usaba nunca; luego empezaron a sacar las alfombras y los muebles, y el portero con su ayudante —con los musculosos brazos al aire— sacudieron rítmicamente aquellas prendas, y por todas las habitaciones se extendió el olor a naftalina. Al cruzar el patio y mirar por las ventanas, Nejliúdov se sorprendió de la enorme cantidad de cosas que había, sin duda inservibles. «La única aplicación y objeto de estas cosas —pensó Nejliúdov— consiste en que brindan una ocasión para que hagan ejercicio Agrafena Petrovna, Korniéi, el portero, su ayudante y la cocinera.»