«Sí, eso es lo que hay. Eso es lo que hay», pensaba Nejliúdov saliendo de la prisión y comprendiendo claramente la grave falta cometida. Si no hubiese intentado rescatarla, reparar su culpa, nunca hubiera sentido el alcance de su acción. Además, ella tampoco se hubiera dado cuenta de todo el daño que la hizo. Sólo ahora pudo subir a la superficie el horror. Únicamente ahora veía lo que hizo con el alma de esa mujer, y ella vio y comprendió lo que se había hecho con ella. Antes, Nejliúdov experimentó un sentimiento de ternura hacia sí mismo con motivo de su arrepentimiento; ahora, sencillamente, experimentaba horror. Abandonarla en estos momentos —se daba perfecta cuenta— resultaba imposible y, sin embargo, era incapaz de imaginarse lo que resultaría de sus relaciones con ella.
Cuando se encontraba en la puerta, se le acercó a Nejliúdov un carcelero con cruces y medallas, con el rostro antipático e insinuante, y misteriosamente le entregó una nota.
—Esta nota para vuestra excelencia, de parte de cierta persona…
—¿De qué persona?
—Léala y lo verá. Es una reclusa política. Soy el encargado de vigilarlas. Me ha pedido que se la entregue. Y aunque está prohibido, pero por humanidad… —dijo el carcelero con afectación.