Aquel mismo día, directamente desde la casa de Máslennikov, fue a la prisión. Nejliúdov se dirigió al ya conocido piso del director. Otra vez se oían, lo mismo que entonces, los sonidos de un mal piano, pero ahora no tocaban la rapsodia, sino un estudio de Clementi, con extraordinaria fuerza, viveza y rapidez. Al abrir la puerta, la criada del ojo vendado dijo que el capitán estaba en casa; pasó a Nejliúdov a un pequeño salón con un diván y una mesa, sobre uno de cuyos extremos había una gran lámpara encendida, con una pantalla de papel rosa, que descansaba sobre un paño tendido de lana. Salió el director, con el rostro cansado y triste.
—Tome asiento, se lo ruego, ¿en qué le puedo servir? —dijo, abrochándose el botón central de la guerrera.
—He estado en casa del subgobernador y me ha dado esta autorización —dijo Nejliúdov, entregándole el papel—. Desearía ver a Máslova.
—¿Máslova? —preguntó el director que no había oído bien, a causa de la música.
—Máslova.
—¡Ah, sí!
El director se levantó y se acercó a la puerta, desde donde se oían los pasajes de Clementi.
—Marusia, espera aunque sea un poquito —dijo con una voz que denotaba que esa música constituía una cruz en su vida—. No se oye nada.