Al atravesar el ancho corredor —era la hora de comer y las salas estaban abiertas— entre los hombres vestidos con guardapolvos de color amarillo claro, pantalones anchos y cortos y botas, que le miraban con avidez, Nejliúdov sintió una extraña sensación de compasión hacia aquella gente que se hallaba encarcelada y de horror e incomprensión hacia aquellos que los habían encerrado y los tenían aquí, y de vergüenza hacia sí mismo por contemplarlo tranquilamente.
En uno de los corredores, alguien pasó a toda prisa, golpeando el suelo con las botas, y entró en una sala. De ella salieron presos y se pusieron en el camino de Nejliúdov.
—Excelencia, no sé cómo llamarle, ordene que se decida nuestra suerte.
—No soy un jefe, no sé nada.
—No importa, dígaselo a alguien, a los jefes o a quien sea —dijo una voz indignada—. No somos culpables de nada, y llevamos el segundo mes sufriendo.
—¿Cómo? ¿Por qué? —preguntó Nejliúdov.
—Nos han metido en la prisión. Llevamos ya dos meses, y no sabemos por qué.