—Bueno, je suis à vous.[51] ¿Quieres fumar? Pero espérate, no vayamos a manchar algo —exclamó, y trajo un cenicero—. ¿Bueno?
—Tengo dos asuntos para tratar contigo.
—Vaya.
La cara de Máslennikov se puso taciturna y melancólica. Las huellas de excitación del perrito, que el amo había acariciado detrás de las orejas, desaparecieron por completo. Desde el salón llegaban voces. Una voz femenina decía: «Jamais, jamais je ne croirais,»[52] y otra voz de hombre, desde el otro extremo, contaba algo y repetía: «La comtesse Voronzoff et Victor Apraksine.»[53] De otra parte sólo se percibía rumor de voces y risas. Máslennikov, atento a lo que ocurría en el salón, no dejaba de escuchar a Nejliúdov.
—Te quiero hablar otra vez de la misma mujer —explicó Nejliúdov.
—Sí, de la condenada injustamente. Lo sé, lo sé.
—Quisiera pedir que la trasladasen a la enfermería. Me han dicho que eso se puede hacer.
—Es muy difícil —dijo—. Pero lo consultaré y mañana te telegrafiaré.
—Me han dicho que hay muchos enfermos y necesitan gente para ayudar.
—Bueno, bueno. En todo caso, te avisaré.