Resurrección

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LVIII

—Bueno, je suis à vous.[51] ¿Quieres fumar? Pero espérate, no vayamos a manchar algo —exclamó, y trajo un cenicero—. ¿Bueno?

—Tengo dos asuntos para tratar contigo.

—Vaya.

La cara de Máslennikov se puso taciturna y melancólica. Las huellas de excitación del perrito, que el amo había acariciado detrás de las orejas, desaparecieron por completo. Desde el salón llegaban voces. Una voz femenina decía: «Jamais, jamais je ne croirais[52] y otra voz de hombre, desde el otro extremo, contaba algo y repetía: «La comtesse Voronzoff et Victor Apraksine[53] De otra parte sólo se percibía rumor de voces y risas. Máslennikov, atento a lo que ocurría en el salón, no dejaba de escuchar a Nejliúdov.

—Te quiero hablar otra vez de la misma mujer —explicó Nejliúdov.

—Sí, de la condenada injustamente. Lo sé, lo sé.

—Quisiera pedir que la trasladasen a la enfermería. Me han dicho que eso se puede hacer.

—Es muy difícil —dijo—. Pero lo consultaré y mañana te telegrafiaré.

—Me han dicho que hay muchos enfermos y necesitan gente para ayudar.

—Bueno, bueno. En todo caso, te avisaré.


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