Al otro día Nejliúdov se despertó a las nueve de la mañana. Un joven empleado de la oficina, al oír al señor que se estaba moviendo, le trajo las botas —más relucientes que nunca— y una jarra de agua fría del manantial, y le anunció que los campesinos se estaban reuniendo. No quedaba ni rastro del sentimiento de lástima de que cedía la tierra y se deshacía de la propiedad. Lo recordó ahora con extrañeza. Se alegraba del asunto que le estaba esperando e involuntariamente se enorgullecía de él. Desde la ventana de su habitación se veía la explanada del lawn-tennis, cubierta de achicoria, en la cual —por orden del administrador— se estaban reuniendo los campesinos. No en vano las ranas croaban por la noche. El tiempo estaba encapotado. Desde por la mañana caía una lluvia tranquila, menuda y tibia, no hacía viento y las gotas cubrían las hojas, las ramas y la hierba. Por la ventana entraba no sólo el olor de la vegetación, sino el de la tierra mojada. Mientras se vestía, Nejliúdov miró varias veces por la ventana cómo se reunían los campesinos en la explanada. Llegaban, se quitaban la gorra unos ante otros, se colocaban en círculo y se apoyaban en sus cayados. El administrador, un hombre sanguíneo, musculoso, joven y fuerte, que llevaba una chaqueta corta con cuello alto verde y enormes botones, vino a decir a Nejliúdov que se habían reunido todos, pero que esperarían, que antes fuese Nejliúdov a tomar café o té, que las dos cosas estaban preparadas.