Desde Kuzmínskoye, Nejliúdov se dirigió a la finca que le habían dejado sus tías como herencia, la misma en la que había conocido a Katiusha. Quería resolver en esta finca el asunto de las tierras lo mismo que en Kuzmínskoye. Además, enterarse de todo lo que pudiera acerca de Katiusha y de su hijo: si era verdad que había muerto y cómo. Llegó a Pánovo por la mañana temprano, y lo primero que le asombró al entrar en el patio fue el aspecto de abandono y caducidad en que se encontraban todos los edificios y, en primer lugar, la casa. El tejado de hierro, verde en otro tiempo, hacía mucho que no se había pintado y enrojecía por la herrumbre, varias láminas estaban retorcidas hacia arriba, probablemente por las tormentas. Las chillas que guarnecían la casa habían sido arrancadas en algunos sitios por la gente, donde era más fácil desprenderlas y quitar los clavos enmohecidos. Ambas escaleras, la principal y la de servicio —que tenía para él un especial recuerdo—, se habían podrido y estaban rotas, y sólo se mantenían las barandillas. Algunas ventanas estaban cerradas con tablas, en lugar de cristales, y el pabellón en que vivía el administrador, la cocina y la cuadra, presentaban un aspecto caduco y sombrío. Únicamente el jardín se había cubierto de vegetación, que había crecido y ahora se hallaba todo en flor; desde el otro lado de la tapia, los cerezos, manzanos y ciruelos en flor parecían exactamente nubes blancas. El seto de lilas florecía lo mismo que aquel año, hacía ya catorce, cuando detrás de estas lilas Nejliúdov jugaba a las cuatro esquinas con la Katiusha de los diecisiete años y, cayéndose, se había pinchado con las ortigas. El alerce que había plantado Sofía Ivánovna junto a la casa, y que era entonces nada más que un esqueje, se había convertido en un árbol grande, apto para transformarse en traviesas, recubierto por completo de musgo tierno verde-amarillo y rizado. El río llegaba a las orillas y rumoreaba en el molino y los declives. Al otro lado, en el prado, pastaba el rebaño abigarrado y mezclado de los campesinos. El administrador, un ex-seminarista, recibió sonriente a Nejliúdov en el patio, y sin dejar de sonreír le invitó a pasar a la oficina. Detrás del tabique se oyeron unos cuchicheos, y se hizo el silencio. El cochero, al recibir la propina, abandonó el patio haciendo sonar los cascabeles, y todo quedó en silencio. A continuación, al lado de la ventana, pasó corriendo una muchacha descalza con una camisa bordada, y detrás de ella entró un campesino cuyas gruesas botas claveteadas resonaban en el sendero.