Sobre la multitud reunida en el patio del alcalde de la aldea flotaban las conversaciones, pero tan pronto como se acercó Nejliúdov se hizo el silencio. Lo mismo que en Kuzmínskoye, uno tras otro, empezaron a quitarse la gorra. Los campesinos de este lugar eran mucho más atrasados que los de Kuzmínskoye; lo mismo que las mozas y las mujeres llevaban pendientes, así casi todos los campesinos calzaban lapti y llevaban camisas y caftanes hechos en casa. Algunos estaban descalzos y en mangas de camisa, tal y como habían llegado de las faenas.
Nejliúdov hizo un esfuerzo y empezó a hablar para anunciar a los campesinos la determinación que había tomado de cederles por completo la tierra. Los campesinos callaban y en la expresión de sus rostros no se había operado ningún cambio.
—Porque considero —decía Nejliúdov, enrojeciendo— que la tierra no tiene que poseerla aquel que no la cultiva, y que cada uno tiene derecho a disfrutar de ella.
—Eso es cosa que ya se sabe. Así es exactamente —se oyeron voces de campesinos.