Sólo al amanecer Nejliúdov logró conciliar el sueño, y por eso al día siguiente se despertó tarde.
Al mediodía, siete campesinos elegidos por el administrador llegaron al manzanal, donde el administrador tenía clavados en tierra una mesa y varios bancos. Durante un rato largo se les invitó para que se cubrieran y tomaran asiento. El ex soldado, que llevaba ahora lapti y peales limpios, mantenía ante sí, con especial terquedad y conforme al reglamento, su destrozada gorra, como se tienen «en un entierro». Cuando uno de ellos, un viejo de aspecto venerable, de barba entrecana y rizada como la del Moisés de Miguel Ángel, de cabellos espesos y grises ensortijados en torno a su curtida y despejada frente, abrochándose de nuevo el caftán de fabricación casera, se acercó al banco y se sentó, los demás siguieron su ejemplo.
Una vez todos se hubieron sentado, Nejliúdov tomó asiento frente a ellos y, acodándose sobre la mesa ante el papel en el que había expuesto su proyecto, empezó a leerlo.