Cuando Nejliúdov entró, habÃa gran movimiento por los pasillos del Tribunal.
Los ordenanzas iban deprisa, sin levantar los pies del suelo, arrastrándolos, sofocados, corriendo de un lado para otro, con recados y papeles. Ujieres, abogados, jueces, pasaban a uno y otro lado; litigantes y acusados —sin vigilancia— deambulaban con desaliento o permanecÃan sentados, esperando.
—¿Dónde está el juzgado del distrito? —preguntó Nejliúdov a un ordenanza.
—¿Cuál le interesa? ¿El civil o el criminal?
—Soy jurado.
—Entonces es la sección criminal. Haber empezado por ahÃ. Vaya por aquà a la derecha, después a la izquierda, y la segunda puerta.
Nejliúdov siguió según le habÃan indicado.
Dos hombres esperaban delante de la puerta: uno, un comerciante alto y gordo, de aspecto bondadoso, que se encontraba en alegre disposición de ánimo porque —por lo visto— acababa de echar un trago y comer algo. El otro era un dependiente de origen hebreo. Estaban hablando de los precios de la lana cuando se les acercó Nejliúdov, y les preguntó si era ahà la sala de los jurados.