El hombre de quien dependía el destino de los recluidos en San Petersburgo poseía muchas condecoraciones, que no llevaba, a excepción de una cruz blanca que ostentaba en el ojal, ganada por haber perdido la inteligencia, según decían de él. Era un viejo general descendiente de una familia de barones alemanes. Había servido en el Cáucaso, donde recibió aquella cruz especialmente halagüeña para él. Bajo su mando, un grupo de campesinos rusos, con las cabezas rapadas, vestidos de uniforme y armados de fusiles con bayonetas, habían matado a más de mil personas que defendían su libertad, casas y familia. Después estuvo en Polonia, donde también obligó a los campesinos rusos a cometer distintos crímenes por lo cual asimismo había recibido nuevas condecoraciones para adornar su uniforme. Más tarde estuvo en algún otro sitio y ahora, ya viejo y debilitado, recibió el cargo que le daba un magnífico piso, un sueldo y el respeto por el puesto que ocupaba en la actualidad. Llevaba a cabo rigurosamente las órdenes de la superioridad y se cuidaba mucho de su exacto cumplimiento. Atribuía tanta importancia a estas órdenes, que consideraba que todo el mundo podía cambiarse, salvo esas órdenes. Su deber consistía en mantener recluidos en celdas separadas a los criminales políticos de uno y otro sexo, y mantenía a esta gente de tal forma, que la mitad de ellos perecían en el curso de diez años, volviéndose locos, de tuberculosos o suicidándose: unos por hambre, otros cortándose las venas con un cristal, algunos ahorcándose o quemándose vivos.