El presidente llegó temprano. Era un hombre alto, grueso y con grandes patillas entrecanas. Estaba casado, pero llevaba una vida licenciosa y su mujer hacía lo mismo. No se molestaban mutuamente. Aquella mañana había recibido una nota de una institutriz suiza, que había vivido con ellos el verano pasado y que ahora estaba en San Petersburgo de paso para el Sur, en la cual le explicaba que permanecería en la ciudad entre las tres y las seis, y le esperaba en el hotel «Italia». Por eso el presidente quería empezar cuanto antes la sesión de aquel día con el fin de que le diera tiempo antes de las seis de visitar a aquella muchacha pelirroja, llamada Clara Vasílievna, con la que el verano pasado, en la finca, había iniciado una aventura.
Al entrar en su despacho cerró la puerta con pestillo y sacó del estante inferior de la librería dos pesas de gimnasia. Realizó veinte movimientos hacia arriba, adelante, a un lado, abajo, y luego, por tres veces, hizo una ligera genuflexión, sosteniendo las pesas por encima de la cabeza. «Nada fortifica tanto como la ducha fría y la gimnasia», pensó palpándose con la mano izquierda, en cuyo anular llevaba un anillo de oro, el bíceps del brazo derecho. Todavía le faltaba hacer el molinete —siempre hacía estos dos ejercicios antes de una larga sesión—, cuando se percató de que la puerta se movía. Alguien quería abrirla. Puso rápidamente las pesas en su sitio, y abrió la puerta.