En la época en que Nejliúdov conoció a Selenin, éste era buen estudiante, un hijo modelo, compañero fiel y, para sus años, culto, mundano y con un gran tacto. Siempre elegante y apuesto y, a pesar de ello, extraordinariamente veraz y honrado. Estudiaba muy bien, sin gran esfuerzo por su parte y sin asomo de pedantería. Ganaba medallas de oro por sus escritos.
No sólo de palabra, sino de hecho, la finalidad de su vida era servir a la humanidad. La forma de hacerlo no se la imaginaba de otra manera que siendo empleado del Estado. Tan pronto como terminó los estudios, examinó sistemáticamente todas las actividades a las que podía consagrar sus fuerzas, y pareciéndole que sería más útil en un departamento del Ministerio donde se redactaban las leyes, allí ingresó. A pesar de cumplir con toda exactitud y conciencia lo que le exigían en aquel cargo, no encontró la satisfacción de su necesidad de ser útil y no era capaz de inculcarse que estaba haciendo lo que debía. Esta insatisfacción se reforzó a consecuencia de un choque con un jefe puntilloso hasta el extremo de que abandonó su trabajo y pasó al Tribunal Supremo. Aquí se encontró mejor, pero no dejaba de perseguirle una sensación de descontento.