El último asunto que retenía a Nejliúdov en San Petersburgo era el de los sectarios, cuya solicitud dirigida al zar se disponía a entregar a través de su ex compañero de regimiento, el ayudante de campo Bogatyríov. Por la mañana llegó a casa de Bogatyríov y le encontró comiendo, aunque preparado para marcharse. Bogatyríov era un hombre de pequeña estatura, rechoncho, dotado de una fuerza física poco común —doblaba herraduras—, bueno, honrado, sincero e incluso liberal. A pesar de esas cualidades, era íntimo de la Corte y quería al zar y a su familia, y viviendo en esa alta esfera, tenía la habilidad sorprendente de ver en ella sólo lo bueno y no participar en nada malo ni deshonroso. No criticaba nunca a los hombres ni las disposiciones; o permanecía callado o decía con voz firme y muy alta, como si gritase, lo que pensaba. Con frecuencia acompañaba sus palabras de ruidosas carcajadas. Y no hacía esto por malicia, sino porque era así su carácter.
—Bueno, estupendo que hayas venido. ¿No quieres comer? Siéntate, anda. El filete es magnífico. Siempre empiezo y termino por lo esencial, ¡ja, ja, ja! Pero beberás vino —gritaba indicando la jarra de vino tinto—. Estaba pensando en ti. Entregaré la solicitud. La entregaré en propia mano, es cierto. Pero se me ha ocurrido si no sería mejor que fueras antes a ver a Tóporov.