Resurrección

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XXXII

Al volver a casa y encontrar en la mesa la nota de su hermana, Nejliúdov fue inmediatamente a verla. Era por la tarde. Ignati Nikíforovich descansaba en otra habitación, y Natalia Ivánovna recibió sola a su hermano. Llevaba un vestido de seda negro entallado, con un bonito lazo en el pecho, y sus cabellos negros estaban rizados y peinados a la moda. Sin duda, se rejuvenecía cuidadosamente para su marido. Al ver a su hermano, saltó del diván y con pasos rápidos, haciendo crujir la falda de seda, le salió al encuentro. Se besaron y, sonriendo, se miraron el uno al otro. Se produjo un cambio de miradas secreto, inexplicable y muy significativo en el que todo era verdad, y dio comienzo un intercambio de palabras, en el cual ya no existía aquella verdad.

No se habían visto desde la muerte de la madre.

—Has engordado y rejuvenecido —dijo él.

Y se le plegaron los labios de satisfacción.

—Y tú has adelgazado.

—Bueno, ¿cómo está Ignati Nikíforovich?

—Está descansando. Se ha pasado la noche sin dormir.

Había mucho que decir sobre esto, pero las palabras no dijeron nada; en cambio, las miradas dijeron que no se había dicho lo que se debía decir.

—He estado en tu nuevo domicilio.


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