—¿Cómo están los niños? —preguntó Nejliúdov a la hermana, al tranquilizarse un poco.
La hermana contó que los niños se habían quedado con la abuela, con la madre de él, y contenta de que hubiese cesado la discusión con su marido, se puso a contar cómo jugaban a ir de viaje, lo mismo que hacían ellos de pequeños con sus dos muñecas preferidas, con el árabe negro y la francesa.
—¿Es posible que lo recuerdes? —preguntó Nejliúdov sonriendo.
—Y figúrate, ellos juegan exactamente igual.
La conversación desagradable había terminado. Natasha se tranquilizó, pero no quería hablar delante de su marido de aquello que sólo entendía su hermano y, para iniciar una conversación general, empezó a referir las noticias que habían llegado hasta allí de San Petersburgo, de la desgracia de la madre de Kámenski, que había perdido a su único hijo en un duelo.
Ignati Nikíforovich censuró las disposiciones vigentes, según las cuales el duelo no se consideraba como un asesinato.
Esta observación provocó una réplica de Nejliúdov y se originó otra vez una discusión sobre este tema, en la que no dijeron todo lo que pensaban y ambos interlocutores quedaron con sus convicciones de mutua censura.