Resurrección

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VIII

El presidente, después de haber consultado los papeles y haber hecho algunas preguntas al ujier y al secretario, que respondieron afirmativamente, dio orden de traer a los acusados. Acto seguido se abrió la puerta que estaba detrás de la barandilla. Entraron dos guardias, con las gorras en la mano y los sables desenvainados, y detrás de ellos, un hombre de pelo rojizo, cubierto de pecas, y dos mujeres. El hombre vestía un guardapolvo de presidiario, demasiado ancho y largo. Sostenía los brazos muy rígidos a lo largo del cuerpo, y sus grandes manos —con los dedos separados— sujetaban las mangas excesivamente largas. No miraba a los jueces ni al público, había fijado los ojos en el banco junto al que pasaba. Cuando lo hubo rodeado, se sentó con cuidado en un extremo, dejando sitio a los demás, elevó su mirada al presidente y, como si murmurase algo, comenzó a mover los músculos de la cara. Detrás entró una mujer de cierta edad, también con un guardapolvo de presidiaria. Tenía la cabeza cubierta por un pañuelo hecho en la cárcel; la cara de una palidez grisácea, sin cejas ni pestañas, y con los ojos encarnados. La mujer parecía completamente tranquila. Al pasar para ocupar su sitio se le enganchó el guardapolvo en el extremo del banco; con cuidado, sin apresurarse, lo desenganchó y tomó asiento.

La tercera acusada era Máslova.


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