Resurrección

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XXXVII

Al acercarse a la comisaría, pasando delante de un bombero que estaba de guardia, el coche entró en el patio y se detuvo ante una de las entradas.

En el patio unos bomberos remangados hasta el codo lavaban una carreta y hablaban alto, riéndose.

Tan pronto como se detuvo el coche fue rodeado por unos cuantos guardias. Cogiendo el cuerpo sin vida del preso por debajo de los brazos y los pies, lo sacaron del chirriante carruaje.

El guardia que había acompañado al preso se apeó del coche, movió el brazo que se le había dormido, se quitó la gorra e hizo la señal de la cruz. Al muerto le llevaron hacia una puerta y le subieron por las escaleras. Nejliúdov fue detrás de ellos. En una pequeña y sucia habitación donde le metieron había cuatro catres. Sobre dos de ellos estaban dos enfermos, uno con la boca torcida y el cuello vendado y el otro tuberculoso. Dos catres estaban libres. Sobre uno de ellos colocaron al preso. Un hombrecillo pequeño, con ojos brillantes y que movía sin cesar las cejas, en paños menores y calcetines, con pasos suaves, se acercó al preso que acababan de traer. Le miró, luego miró a Nejliúdov y soltó una carcajada. Era un loco recluido en la comisaría.

—Quieren asustarme —empezó diciendo—. Pero no lo conseguirán.

Detrás de los guardias que habían traído al muerto entraron un sargento y un practicante.


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