Faltaban dos horas para la salida del tren de pasajeros en el que viajaría Nejliúdov. Al principio pensó ir a casa de su hermana durante ese intervalo. Pero ahora, después de las impresiones de la mañana se sintió tan alterado y deshecho que, sentándose en un diván de primera clase, de pronto le invadió el sueño. Se volvió de lado, apoyó la mejilla en la palma de la mano e inmediatamente se quedó dormido.
Le despertó un camarero de frac, con una insignia y una servilleta en la mano.
—Señor, señor, ¿no es usted el príncipe Nejliúdov? Le busca una señora.
Nejliúdov se levantó de un salto, se restregó los ojos y recordó dónde estaba y todo lo que había sucedido aquella mañana.
En su memoria estaba la marcha de los presos, los muertos, los vagones de las ventanillas enrejadas y las mujeres encerradas allí, de las cuales una sufría dando a luz sin ayuda, y otra sonreía con lástima a través de la reja de hierro. Pero la realidad aquí era totalmente distinta: había una mesa con cubiertos, botellas, candelabros, junto a la que se afanaban camareros diligentes. Al fondo de la sala, detrás del mostrador lleno de botellas y frutas, un camarero atendía a los viajeros que estaban de espaldas.