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XLI

El vagón en el cual Nejliúdov tenía su sitio estaba lleno hasta la mitad. Había criadas, obreros de talleres y fábricas, carniceros, judíos, dependientes, mujeres, esposas de artesanos, un soldado, dos señoras: una joven, la otra de edad, que lucía pulseras en los brazos desnudos, y un señor de aspecto severo, con gorro negro de escarapela. Todos, tranquilizados ya después de haberse instalado en sus sitios, permanecían sentados apaciblemente. Unos comiendo pipas; otros, fumando cigarrillos, y los de más allá, charlando animadamente con el vecino.

Tarás, con aspecto feliz, estaba sentado a la derecha del pasillo, guardando el sitio de Nejliúdov y hablando animado con el que iba enfrente: un hombre musculoso, con una podiovka de paso desabrochada, y que según supo después Nejliúdov era un jardinero que iba a hacerse cargo de su puesto. Antes de llegar donde estaba Tarás, Nejliúdov se detuvo en el pasillo junto a un anciano de venerable aspecto, con barba blanca y una podiovka de nanquín, que hablaba con una mujer joven, vestida al estilo campesino. A su lado iba sentada una niña de siete años, que no alcanzaba el suelo con los pies, llevaba un sarafán[102] nuevo, con una trencita de pelo casi blanco, y no dejaba de comer pipas. Volviéndose a Nejliúdov, el viejo recogió el bajo de su podiovka del reluciente banco que ocupaba él solo, y dijo cariñosamente:

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