Antes de bajar del vagón, Nejliúdov vio en el patio de la estación unos coches elegantes que tenían enganchados cuatro y tres caballos, bien cebados y lustrosos. Al descender al andén, oscurecido y mojado por la lluvia, vio ante el vagón de primera clase un grupito de gente. En éste se destacaba una señora alta y gruesa, con un sombrero de valiosas plumas y con impermeable, también un joven alto, de piernas delgadas y traje de ciclista. Llevaba un enorme perro bien alimentado y con un collar estupendo. Detrás de ellos estaban los lacayos con las mantas de viaje y los paraguas, y el cochero, que había salido a recibirlos. En todo este grupo, desde la señora gruesa hasta el cochero que sujetaba con la mano los bajos de su largo caftán, se reflejaba una tranquila seguridad y bienestar. En torno a este grupo se formó un corro de curiosos y serviles ante la riqueza de la gente: el jefe de la estación, con su gorra encarnada, un guardia, una muchacha delgada, con un collar y traje nacional ruso, que siempre solía estar presente a la llegada de los trenes de verano; un telegrafista, y viajeros de uno y otro sexo.