Después de la vida depravada, de lujo y de mimos de los últimos seis años en la ciudad, y de los dos meses pasados en la prisión con los delincuentes comunes, ahora con los políticos —a pesar de todas las condiciones penosas en que se encontraban— a Katiusha le parecía muy buena vida. Las marchas a pie de veinte o treinta verstas con una buena alimentación, el descanso de un día después de dos jornadas de marcha, la fortalecieron físicamente. El trato con los nuevos compañeros le reveló la existencia de unos intereses en la vida de los que no tenía ningún conocimiento. Personas tan magníficas como aquéllas —según decía— con las que marchaba ahora no sólo no había conocido, sino que ni siquiera sospechaba que existiesen.
—Cuánto he llorado cuando me condenaron —decía—. Pero tengo que estar dando gracias a Dios durante un siglo. He descubierto cosas que no hubiera descubierto en toda mi vida.
Comprendió con mucha facilidad y sin esfuerzo los motivos que impulsaban a obrar así a los revolucionarios, y, como mujer del pueblo, simpatizó plenamente con ellos. Comprendió que estaban de parte del pueblo y en contra de los señores; que ellos mismos eran señores y sacrificaban sus ventajas, libertad y vida por el pueblo, y esto le obligaba a apreciar a estos hombres y a admirarlos.