El descanso de la columna se hizo como todos los realizados por la carretera de Siberia: en un patio, rodeado de una valla, había tres destartalados edificios de un solo piso. En el más grande, con rejas en las ventanas, se alojaban los presos; en el segundo, la tropa de escolta, y en el tercero, el oficial del convoy y las oficinas. Ahora los tres edificios estaban iluminados. Como ocurre siempre, engañaban prometiendo algo bueno y acogedor entre aquellas paredes iluminadas. Delante de cada puerta lucía un farol, y otros cinco, a lo largo de los muros, iluminaban el patio. El suboficial condujo a Nejliúdov a través de una tabla al menor de los edificios. Después de subir tres peldaños le dejó pasar delante a un vestíbulo impregnado de humo de carbón donde ardía una lamparilla. Junto a la estufa, un soldado con camisa basta de lienzo, pantalón negro, y una pierna calzada con una sola bota de caña amarilla, permanecía inclinado y soplaba las brasas de un samovar. Al ver a Nejliúdov, el soldado dejó el samovar, le quitó a Nejliúdov el abrigo y pasó a la habitación interior.
—Ha llegado, excelencia.
—Dígale que pase —se oyó una voz irritada.
—Pase por esta puerta —dijo el soldado, e inmediatamente se ocupó de nuevo del samovar.